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Esta frase es la que resume el final de la vida del rey inglés Ricardo III, muerto en la batalla de Bosworth el 22 de Agosto de 1495, a la temprana edad de 32 años.


Es cierto que el paso de los años habrá adornado el episodio y lo habrá aderezado de especias de todo tipo para enriquecer, ensalzar y conservar el guiso de lo que allí se cocinó. Pero de hecho no fue un cualquiera, sino el propio Shakespeare, quien inmortalizó el suceso, poniendo al fuego la olla de la importante enseñanza que nos ha quedado de aquella muerte.


Aquella mañana, el rey Ricardo se preparaba para la batalla más importante de su vida, acosado por el ejercito de Enrique Tudor, Conde de Richmond, y pretendiente a la corona de Inglaterra. Ricardo ambicionaba, antes que nada, conservar la corona.

Ansioso, o quizás nervioso, en todo caso soberbio, Ricardo mandó enfurecido a un sirviente a comprobar si su caballo favorito estaba listo para la batalla. El sirviente, asustado, urgió al herrero que preparaba al équido, ante el avance de las tropas del conde de Bosworth. Con una barra de hierro el pobre herrero moldeó con premura las cuatro herraduras que se apresuró a clavar en  los cascos del caballo. Pero al llegar a la cuarta pata advirtió que le faltaba un clavo para completar la tarea. Ante lo urgente de la situación, arreglo el asunto como pudo, para salir airoso de la cólera real, y entregó el caballo, si bien la última herradura no quedó tan firme como debiera.

Un caballo! Mi reino por un caballo!

Tras el choque de los ejércitos y estando el rey en lo más duro de la batalla, observó que sus soldados retrocedían ante el empuje de los contrarios. Espoleó por ello a su caballo y se lanzó a cruzar el campo de batalla para arengar e infundir valor  a los suyos.

Fue en ese momento cuando su caballo perdió la herradura mal fijada, tropezó, e hizo caer al rey a tierra. Asustado, el caballo se alejó de Enrique, que quedó a merced de los enemigos mientras sus soldados daban media vuelta y se alejaban presos del pánico.


Es entonces cuando Ricardo, blandiendo asustado su espada, gritó: ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!

 

Pero no había caballo alguno para él. Ya era tarde. Los soldados de Enrique Tudor dieron rápida cuenta de Ricardo, que murió reclamando algo tan simple como un caballo a cambio de su mayor y más valiosa posesión: su reino.
 

La enseñanza que nos deja este episodio de la historia podría resumirse en cuatro frases:
 

Por un clavo se perdió una herradura.
Por una herradura se perdió un caballo.
Por un caballo se perdió una batalla.
Por una batalla se perdió un reino.

 

Pero también podemos ver esta pequeña enseñanza desde el punto de vista de la importancia que pueden llegar a tener los pequeños detalles, lo malas consejeras que son las prisas, la gran importancia que pueden tener los estudios previos antes de acometer asuntos de envergadura. Cómo nuestra ansiedad, soberbia y avaricia pueden multiplicar la de nuestros dependientes, cómo nuestro futuro puede depender de un simple clavo y, cómo a la postre, cuando todo se viene abajo, somos capaces de ofrecer, desesperados, la más preciada de nuestras posesiones a cambio de algo mucho menos valioso pero inmensamente más necesario en ese momento.

 

"¡Un caballo! ¡Un caballo!... ¡Mi reino por un caballo!". ¿Quién no ha oído o pronunciado estas palabras alguna vez en su vida?... Y ese caballo ¿cómo era?... Y ¿quién fue Ricardo III?... Y ¿cuándo escribió Shakespeare esta tragedia y la famosa escena del caballo?... Veamos:
 

La Historia dice que Ricardo III fue rey de Inglaterra entre 1483 y 1485, que se reinado fue un período de terror increíble, durante el cual el asesinato llegó a ser la cosa más normal del mundo y la famosa Torre de Londres, la antesala del cielo y el infierno. Ricardo, duque de Gloucester y hermano de Eduardo IV, nació el 2 de octubre de 1452 y murió un día de 1485, a los treinta y tres años de edad, tras la batalla de Bosworth y a manos del conde de Richmond, el futuro Enrique VII. Todo ello sucede en tiempos de la Guerra de los Treinta Años o de las Dos Rosas (la rosa blanca de los York y la rosa encarnada de los Lancaster). Según la Crónica de Hall, Ricardo era bajo de estatura, con los miembros deformes, la espalda gibosa, el hombre izquierdo más alto que el derecho, la expresión de la mirada dura y, además, perverso, colérico, envidioso y sobre todo vengativo, ambicioso y traicionero... O, como le hace decir de sí mismo el propio Shakespeare:

"... yo, groseramente construido y sin la majestuosa gentileza para pavonearme ante una ninfa de libertina desenvoltura; yo, privado de esta bella proporción; desprovisto de todo encanto por la pérfida Naturaleza; deforme, sin acabar, enviado antes de tiempo a este latente mundo; terminado a medias, y eso tan imperfectamente y fuera de la moda, que los perros me ladran cuando ante ellos me paro...

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